Por Federico Artigau
El
pabellón 16 de la Unidad N° 28 de Magdalena fue escenario de una tragedia que 8
años después sigue buscando justicia.
Paredes
grises, tristes y oscuras; ventanas con barrotes y una puerta enrejada dan
forma al pabellón 16 de la unidad penitenciaria 28 de Magdalena. Testigo de un
Día de la Madre que nació mal parido, amaneció entre llantos, gritos y rezos de
la visita. La ilusión rápidamente se convirtió en desesperación e
incertidumbre.
Los
presos se turnaron durante toda la tarde para usar el único horno del pabellón,
blanco y bastante viejo. Cocinaron tortas y postres para agasajar a sus madres.
En
tendales improvisados, hechos con alambres, atados a las paredes y a las
cuchetas, colgaron la ropa recién lavada. Querían tener todo listo para la
visita de sus familias.
En ese momento el tiempo se detuvo dejando familias rotas y
devastadas, que con el abrazo de la desolación y desesperanza fueron cobijadas
del frío. Tras los muros esperaban novedades en una vigilia cada vez más
parecida a una agonía sin fin.
Gritos
desgarradores y ensordecedores que pedían ayuda fueron la banda de sonido de esa
película de terror que nadie quiso ver pero que fue realidad esa noche. Cerca
de las 11:30 de la noche del 15 de octubre de 2005, después de una discusión
entre presos, 15 penitenciarios entraron al pabellón 16 de autoconducta y
empezaron a reprimir. Sacaron a palos a algunos internos y cerraron la reja.
El
infierno se desato esa noche. ¡Me asfixio
Dios! Una explosión y los colchones se prenden fuego y nos quemamos vivos. Quiero
salir, quiero escapar, las puertas siguen encerrojadas. El pabellón en un
segundo se nublo todo y ya no vemos nada más. Dice el Indio Solari en
“Pabellón Séptimo”, canción que grafica un hecho similar, con el mismo
desenlace.
Poco
tiempo después, en medio de discusiones se prenden fuego
almohadas, colchones y mantas de material sintético desencadenando un
incendio.
Los
presos del pabellón, 58 hijos, padres, hermanos, amigos, personas intentaron
escapar. Gritaron y pidieron a los guardias que abran las rejas, pero no
tuvieron respuesta. Las llamas rápidamente se esparcieron por todo el lugar.
-Los
sapos estaban engomados y los guardias no abrieron la reja. Recuerda un
sobreviviente.
La
puerta trasera que da al patio del complejo penitenciario y la que da al patio
del pabellón, también estaban cerradas y nunca se abrieron.
Los familiares impávidos, incrédulos e inmóviles tras los muros,
vieron esos fuegos de octubre que no fueron de revolución, fueron llamas de
dolor. El olor a humo y hollín se mezcló con el de muerte impregnando todo el
lugar. Mientras adentro peleaban por seguir vivos, afuera no había noticias.
Los
presos de los pabellones vecinos se vistieron con el traje héroes, rompieron
las paredes y fueron a socorrer a sus compañeros. Algunos internos buscaron
refugio en la parte de los baños. Allí mismo, más tarde, se encontraron
cadáveres.
Un
hueco en la pared que da al patio del pabellón 16 fue la salida de emergencia.
Historias, esperanzas, ilusiones y vidas añorando la libertad, buscaron salir
de ese infierno intentando respirar aire puro.
Esa
noche el fuego ardió hasta consumirse. Los matafuegos y las mangueras contra
incendios no anduvieron.
En
ese lugar, donde la inocencia de algunos es puesta en duda, 33 almas se
apagaron. Justos y pecadores, la muerte no sabe de diferencias. Luces que ya no
brillan más, mártires de esta historia que pasó 8 años atrás.
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